LA PURGA DEL DICTADOR
- Lady Ponissa
- 5 dic 2018
- 22 Min. de lectura
*Voy a vivir siendo esclava de mis principios, no de los hombres*

Capítulo uno
Para poder vivir en El Arca sin demasiados sobresaltos, hay que tener claras tres cosas.
La primera es que la forma de gobierno es una dictadura. Se impuso después del encierro de los veinte en el Congreso. Todo el equipo de gobierno se reunió allí para elaborar una Constitución que nos hiciera a todos iguales, pero la única puerta de entrada se cerró para no volverse a abrir hasta una semana más tarde, cuando ya solo quedaba uno con vida, el primer dictador.
La segunda que la homosexualidad está prohibida y castigada con la muerte. Por el bien del futuro de la humanidad, decían al principio. Para que los cien que entraron en el Arca se multiplicaran más rápido. Ahora, casi quinientos años después, no tiene sentido; pero sigue terminantemente prohibido.
Y la tercera, que la revolución se considerará alta traición al Estado, con una pena mayor a la impuesta a los homosexuales e invertidos: el destierro. Un destino peor que la muerte, pues ahí fuera solo quedan los cuerpos congelados de las criaturas que no pudieron entrar en el Arca después del gran cataclismo que lo congeló todo. Ni comida, ni agua potable ni ningún otro ser humano; solo el destino de morir por hipotermia o por algo peor.
Si tienes claro todo esto, es muy posible que incluso, puedas ser feliz.
1 de enero del año 456 de la segunda era de los hombres.
Me explota el corazón. Siento que se me va a salir por la boca, pero no puedo hacer ningún ruido. Se escuchan pasos por el pasillo. Y risas. Hay más de una persona, sí. De repente, alguien empieza a correr y, después, silencio. Respiro profundamente y me apretujo contra la pared del armario ahora cerrado. Por las rendijas de la puerta veo como alguien entra a la habitación con una de mis compañeras en brazos: Kenna. Ha sido la primera en caer, pero no como nos habían dicho que sería. Le veo la cara, sé quién es, pero nunca me imaginé que los asesinos serían ellos. Deja a la chica con cuidado, sobre la cama, donde la dispone como si de la bella durmiente se tratara. ¿Cómo has podido? Qué estómago. Qué hijo de puta. Enciende el tocadiscos con una de esas canciones tan antiguas de la época de JFK y se sienta junto a la cama a observarla, como si fuera un masoquista. Se está regodeando en su propio sufrimiento. Entonces se desploma sobre ella, que de verdad parece dormida, y se echa a llorar con un llanto tan desesperado que casi me hace dudar de de si ha sido, verdaderamente, su asesino. No llevo reloj, pero sé que he estado aguantándome las lágrimas más de una hora mientras éste gilipollas se metía una botella de whisky entre pecho y espalda. De repente, se apaga la música y se escucha un torpe portazo un poco más tarde. Estoy sola.
6 de diciembre del año 455 de la segunda era de los hombres.
Cuando el Dictador anunció en el Diario que pensaba dar al pueblo la mayor noticia de su mandato, apagué el televisor y solté una risotada. Estaba segura de que sería cualquier gilipollez para divertir a la Sociópolis o alguna nueva medida económica que nos diera un breve respiro para distraernos de la verdadera realidad. Mis hermanas, en cambio, estaban bastante contentas por las próximas buenas noticias. Incluso la más pequeña y mamá, que no solían opinar de nada, tenían la esperanza de que las cosas empezaran a ir mejor. Éramos seis hermanas. Nunca habíamos tenido problemas de dinero hasta que mi padre falleció repentinamente en un derrumbamiento en la universidad. Era profesor de historia y he de decir que de los buenos, no porqué sea mi padre, sino porqué había incluso grandes estudiosos que lo reconocían. Yo misma vivía en una de las zonas más ricas de la capital hasta que la falta del sueldo de mi padre hizo mella en la economía familiar. Mi madre ótuvo que vender nuestra casa para llevar una vida mas austera en el campo.
Yo nunca había estado a favor de la figura de un dictador. La gente estaba relativamente contenta o, al menos, lo parecían, pero a mí el hecho de tener a una persona que pudiera hacer y deshacer a su antojo sin que nadie dijera ni mu no me hacía gracia. Había escuchado a mi padre hacer algún comentario al respecto un par de veces, pero mi madre siempre cortaba sus frases con la misma muletilla de siempre: “esas absurdas sospechas nos van a llevar a la ruina”. Le echaba muchísimo de menos, era la persona que más me entendía y quién me enseñó el verdadero valor que tiene la historia y que, por desgracia, las verdades duelen más que las mentiras.
—Qué fuerte lo de este hombre.—mascullé, haciendo círculos con la cuchara en el puré.—Se está gastando una burrada de dinero en remodelar la Sociópolis y en las Provincias ¿qué? ¿A caso nosotros no necesitamos cosas? No digo que nos construya un Spa… pero dinero para becas en estudios no vendrían mal.
—Cariño, sé que estás enfadada por no poder empezar la universidad este año tampoco, pero te aseguro que el año que viene será diferente.—dijo mi madre con una sonrisa esperanzadora.
—Eso llevas diciéndome tres años ya….—dije.—Perdona, no es culpa tuya, haces malabares con las finanzas de la casa. Es solo que…
—Sé lo que es, pero ahora no podemos permitirnos tanto. La universidad es muy cara y la facultad de historia no es de las menos costosas del campus.—repuso mi madre con pesar.—Necesitamos tu sueldo en la casa al menos hasta que Claire pueda suplirte en la cafetería.
Miré a mi hermana Claire, la siguiente a mí, de dieciséis años. Este era su último año de escuela obligatoria y no quería seguir estudiando, por lo que empezaría a trabajar bastante antes de lo que lo habría querido yo y, si las cosas iban como decía mamá, el año siguiente podría empezar la universidad, al fin.
—Lina ¿Cómo ha ido hoy el trabajo?—me preguntó Carlotta, la más pequeña.
—Bien, supongo.—me mofé.—Como todos los días, al menos. Pero si lo preguntas por lo que creo que lo preguntas….—metí las manos en los bolsillos y saqué unos pequeños cubos blancos de azúcar que volvían loca a aquella pequeña y pecosa niña de siete años.
— ¡Terrones de azúcar!—exclamó con felicidad.— ¡Gracias Lina!
— ¡Qué triste es que se alegre por una nimiedad así…!—dije, exhalando un suspiro de resignación.
—Oye Lina ¿qué crees que va a anunciar el Dictador?—inquirió Jenna, mi segunda hermana más pequeña.
—Cualquier estupidez de nuevo edificio o ciudad empresarial.—mascullé.—Algo que nos cueste a todos mucho dinero y que solo le de beneficios a la Sociópolis.
—Lina, me preocupa que se te esté amargando demasiado el carácter—se lamentó mi madre.—No es sano que diga esas cosas alguien de tu edad.
—Es que no entiendo cómo puedes estar tan tranquila cuando nosotras hemos perdido tanto.—le reproché, con un tono de voz más duro del que pretendía usar.—No nos queda nada, mamá.
— ¿Nada?—carraspeó mi madre.— ¿Sabes quien no tiene nada? Toda esa gente que vive debajo de los puentes porqué no tienen un techo bajo el que dormir. Todas esas personas que recurren a comerse las ratas del alcantarillado porqué una barra de pan es demasiado cara. Nosotros hemos vendido nuestra casa y nos han dado un precio justo por ella y el hecho de que no podamos enviarte a estudiar a la Sociópolis no quiere decir que estemos malviviendo. Tienes casa, familia y un plato caliente sobre la mesa cada día. No tienes derecho a quejarte, Lina.
—Ojalá te dieras cuenta de lo ridícula que suenas a veces, mamá.—me levanté de la mesa, me limpié la boca con la servilleta y la dejé caer junto al plato antes de salir disparada a mi habitación para encerrarme en mí misma. Sé que aquellas palabras le dolieron mucho. A veces era tan egoísta y testaruda que no era capaz de darme cuenta de que no era la única que estaba incómoda con su vida. Mi madre estaba muy unida a mi padre, eran de esas parejas que no te las imaginas separadas en ningún momento. Un equipo. Entonces llega un oficial de la universidad a tu casa con una notificación de la Sociópolis en la que se habla de las muchas virtudes de un hombre que ya no está entre los vivos. Es ridículo que alguien piense que un papel lleno de piropos puede consolar un corazón roto.
El día que mi padre murió fue, aparentemente, un día normal—aunque en el fondo yo sabía que algo no iba a ir bien. Él siempre dejaba su reloj de pulsera en un cuenco en la entrada de casa junto a las llaves del coche cuando no estaba en el trabajo. Decía que lo hacía porqué todo lo que traía del exterior, incluidas las preocupaciones, las dejaba en aquel cuenco para disfrutar de las cosas buenas. Por eso, cuando me levanté de la cama aquella mañana y vi que su reloj seguía en su sitio de siempre, tuve un mal presentimiento que no tardé en confirmar. Cuando leímos el testamento, especificó que el reloj pasaba a ser mío. “Es casi como si supiera a que iba a morir”, pensé. Durante meses me obsesioné con la idea de que mi padre no había muerto a causa de un accidente sino de algo mucho más turbio pero ¿qué razones podía tener nadie para matar a un hombre bueno como él? No hallé respuesta. Tampoco consuelo.
A pesar de no haber podido ingresar en la Universidad, había seguido estudiando en mis ratos libres con libros que sacaba de la biblioteca pública aunque me di cuenta de que muchos de los ejemplares de los que mi padre solía recomendar a sus alumnos habían sido sustituidos de manera deliberada por otros “aprobados por el régimen”. Eso también me daba que pensar. ¿Tan negativas para la sociedad eran las ideas de mi padre? No, tenía que haber algo más; pero era demasiado joven para entender algo así. Demasiado joven para creerme que, realmente, no fuera una simple casualidad.
Cuando te haces mayor, te das cuenta de que la humanidad no es tan mezquina como pensabas es peor y cosas que antes te parecían propias de la imaginación de un niño se han vuelto tan reales como la vida misma.
Los días siguientes me los pasé en mis turnos dobles de la cafetería escuchando como casi todo el mundo hablaba de lo mismo: de la súper noticia del Dictador. La gente se pegaba cada día al televisor con la esperanza de que se revelara alguna noticia en el Diario, pero yo sabía que todavía no era el momento. No porqué fuera vidente, sino porqué si lo que pretendía—y lo era—era crear expectación, lo mínimo que podía hacer era dejar a la gente una semana con la más absoluta y cruel intriga. Lo que a mí me mosqueaba de todo eso no era que la gente ansiara una respuesta pronta, sino que la población se estaba haciendo ilusiones. La imaginación es un arma muy poderosa que tiene el poder de crear castillos en el aire con una facilidad inaudita. Estaba segura de que cada uno tenía una idea diferente de lo que sería y que cada día que pasaba sin tener noticia, estaban más convencidos de que su opción era la más acertada. Pero, al final, la verdad les destruiría.
—Lina ¿Tú no te unes a la porra?—dijo uno de los parroquianos fieles de la cafetería. George Morris era un hombre ya mayor, cercano a los sesenta años pero que se conservaba bastante bien. Siempre decía que él iba a pasar de los ochenta, como hacía la humanidad que había vivido antes del gran cataclismo. Yo solía reírme, era ridículo pensar que alguien pudiera vivir tanto, al menos ahora. Me hubiera gustado poder ver el aspecto del planeta, al menos, una vez. Era asombroso pensar que todo cuanto nos rodeaba estaba metido dentro de una enorme cúpula llamada El Arca que nos aislaba de las barbaridades que, todavía quinientos años después, seguían pasando allí fuera. Era imposible que quedara un solo vivo más allá de los límites de la inexpugnable burbuja que nos mantenía a salvo.
—Ya sabes lo que opino sobre el Dictador.—me mofé.
—Cosas buenas, supongo.—la voz de mi jefe sobrevoló el local hasta provocarme un escalofrío. Marti era un hombre bastante capitalista a pesar de su situación, que no era muy alagüeña. No por su dinero, claro, él vivía bien y gracias a su negocio vivía mi familia, pero las ganancias de su local no eran las suficientes para costearse los medicamentos necesarios para tratarse los pulmones. Por desgracia, el Stigma era una enfermedad que afectaba a demasiadas personas como para que el Dictador alterase más sus presupuestos. Era mucho más importante para él embellecer la Sociópolis que la vida de sus ciudadanos.—Si la gente no se revela es por algo, Lina. Todo el mundo es feliz.
—Sí y ese algo se llama ejército.—puntualicé.— ¿Quien en su sano juicio se metería con un hombre que posee todo el armamento imaginable? ¡Por Dios…! ¡Hasta yo entiendo que eso sería de necios!
—Pues si sabes que es de necios no te comportes como tal y no te dediques a hablar en contra del Dictador en una cafetería.—me aconsejó George.—No sacarás nada positivo de eso.
Y, por desgracia, tenía razón. Si la gente vivía “feliz” era por dos razones, o porqué no conocían otra cosa o porqué tenían miedo; pero era evidente que las opiniones negativas sobre la dictadura no iban a sentar bien al régimen y mucho menos si causaban revuelo. Pero, en realidad, la advertencia de George no hacía sino reforzar mi teoría de que la sociedad vivía oprimida.
—Marti ¿puedo entrar un poco más tarde mañana?—inquirí, poniendo mi mejor sonrisa forzada mientras mi jefe hacia recuento de las ganancias del día.—Quiero ir a la universidad a hablar con unos colegas de mi padre y creo que llegaré a tiempo pero quizá me retrase un poco con el tren…
—No más de media hora, Lina.—me dijo, con dureza.—Para tus cosas personales ya tienes un día libre a la semana. No puedo permitirme estar solo en el café y, además, los parroquianos preguntan por ti demasiado cuando te ausentas, es tediosísimo de aguantar.
Sonreí tímidamente por ese intento de cumplido y me metí en la trastienda para quitarme el delantal y coger mis cosas antes de volver a casa. A mi madre no le había dicho nada de que tenía intención de visitar el despacho de mi padre, no le gustaba que volviera a la Sociópolis. Ella tenía la impresión de que la gente que vivía allí, los que eran nuestros amigos, nos habrían girado la cara. Quizá tuviera razón, quien sabe si todas aquellas familias seguirían siquiera acordándose de nosotros, pero no iba a verlos a ellos sino a ver si podía conseguir algunas prácticas en la universidad en lo que entraba en la carrera.
Cuando llegué a casa, mi madre estaba demasiado cansada por su turno y todavía no había podido hacer nada de cenar. Yo era camarera y ella trabajaba limpiando para diversas empresas y, al igual que yo, también cogía turnos dobles. Las más pequeñas a penas nos veían y muchas veces era Claire quien tenía que hacer el papel de madre. La estaba viendo envejecer a un ritmo mucho mayor que el mío o el de mamá aunque quizá yo no fuera consciente de lo mayor que me había hecho.
—Oye, mamá, voy a hacer yo la cena.—dije cuando acabé de ducharme. Ella parecía abatida y estaba estirada en su cama a penas sin moverse.—Oye, mamá ¿qué te ocurre?
Ella me miró por un breve momento y después apartó la vista. Se incorporó en la cama y se estiró del bajo de la falda —a pesar de que ya la llevaba perfectamente colocada— y después se secó las lágrimas.
— ¿Mamá? ¿Ocurre algo?
—No, Lina, cielo, no te preocupes. Es solo que…—dijo, al cabo de un rato.—es solo que me estaba acordando de tu padre y…
—Ya…—dije, sonriendo de oreja a oreja.—Era un hombre genial, pero no querría vernos así. Voy a hacer la cena. ¿Te apetece algo en especial?
Ella negó con la cabeza y apretó mucho los labios.
—Elígelo tú, yo voy a ducharme, me pica la piel.—susurró, casi para sí.—Cuando termine bajaré a cenar ¿De acuerdo?
Sin pensar demasiado en el comportamiento de mi madre, volví a la cocina y me puse a preparar la cena. Se me daba asombrosamente bien cocinar, era algo que me divertía muchísimo siendo pequeña. Cuando vivían mis abuelos, solía preparar merienda para ellos cuando estaban de visita. Incluso mi padre decidió llevarme a algunas clases cuando vio que, realmente, se me daba bien; es más, así fue como conseguí la entrevista de trabajo con el señor Mac. Él no contrataba nunca a nadie sin experiencia en hostelería pero yo me puse tan tozuda que me atrincheré en su cocina y le preparé el mejor guiso que había hecho alguien entre aquellas cuatro paredes. Desde entonces, esa cocina era mi castillo.
—Aquí tenéis chicas.—dije, sirviéndoles a todas un buen plato.
— ¿Pollo? ¿Otra vez?—se quejó Claire.
—Este no es un pollo cualquiera, querida.—dije con superioridad.—Está recubierto de mi salsa especial granadas y miel.
—No sé qué es eso pero el nombre no lo mejora….—opinó mi otra hermana, Lisa, mojando el dedo en la salsa y llevándoselo a la boca.— ¡Oh, dios mío, qué bueno! Retiro lo dicho, échame más antes de que el bicho bola éste se lo coma todo.
Claire miró con los ojos entornados a lisa, que se estaba refiriendo a ella descaradamente.
—Vaya, hombre, entonces no está tan mal la cena ¿no?—me mofé. Me di la vuelta en dirección a la puerta, esperando que tras ella apareciera pronto mi madre; pero no fue así. Es más, cuando acabé de recoger la cocina, seguía sin haber asomado por allí y eso me escamaba un poco. Ella nunca se perdía la cena porqué era el único momento del día en que estaba con sus hijas en familia.
Guardé las sobras en una fiambrera dentro de la nevera y subí a buscarla a su habitación.
Llamé a la puerta pero nadie respondió. Volví a hacerlo.
—Lina, márchate a dormir.—dijo, sin salir de su cuarto.—No me encuentro demasiado bien y no me gustaría que tú también enfermaras. No es más que un resfriado.
Quería creerla, lo juro. Quizá por eso mismo, por las ganas que tenía de que fuera esa verdaderamente la razón, no seguí insistiendo. Me aseguré de que todas las demás estaban en la cama, cerré de la llave la puerta de casa y eché el cerrojo, subí las escaleras y después me dejé caer sobre mi cama, que era el único lugar en el que me permitía ser vulnerable.
Al día siguiente, me levanté tan temprano que pensé que sería la primera en hacerlo, pero cuando fui a la habitación de mi madre me di cuenta de que no estaba en su cama. Quizá tuviera un turno cambiado con alguien y se había olvidado de decírmelo, pero lo que realmente me resultaba extraño era que no me había avisado ni con una mísera nota en el frigorífico.
Les dejé el desayuno preparado a mis hermanas y dejé por escrito todas las instrucciones que debía seguir Claire en caso de alguna emergencia con las niñas. Después me puse el reloj de mi padre, cogí dinero y algunas cosas más que metí en una mochila y salí de casa en dirección a la estación de tren. Era gracioso porque, a pesar de que llevaba siempre puesto mi preciado reloj, no le había puesto pila. Es más, mi padre debió llevarlo prado, al menos, un día, porque cuando lo dejó en casa aquella mañana ya no funcionaba. Las cuatro y media, bonita hora.
Mi padre tenía muchísimas fotografías antiguas entre sus cosas sobre los trenes de la primera era. Me parecían tan bonitos y, a la vez, tan destartalados… La red de ferrocarriles del país ya no funcionaba con vías de dos railes sino de uno solo e iban por túneles tan ajustados a los vagones que parecían fundas de espada. Era curioso viajar en tren porque a través de las ventanas veías el contraste de una provincia a otra. Gracias a la tecnología de la cúpula, era posible recrear distintos climas dentro de ella para cultivar toda clase de flora y mantener a más especies de animales e insectos. El trayecto duraba un par de horas y parecían ser años. Me daba tanta pena ver cómo a lo lejos ya no quedaba nada… el horizonte estaba tapado por una enorme nube de contaminación que no se había logrado disipar ni siquiera con el sistema de reciclaje del aire. Herencia de los primeros hombres, que se autodestruyeron a sí mismos por ser demasiado ambiciosos. Si no hubiera impactado un asteroide contra el planeta, estoy segura de que habrían muerto por culpa de todas las enfermedades que surgieron por culpa de la contaminación. Era la causante del Stigma, y aunque eran muchos quienes padecían esta enfermedad, el gobierno no centraba sus esfuerzos en acabar con la fuente de ese mal. Era más fácil mirar a otro lado y dedicar el dinero al despilfarro.
Ya casi al final del trayecto se alzaba como un titánico gigante la enorme torre presidencial de la Sociópolis. La ciudad estaba preciosa con las primeras luces y no pude evitar estremecerme, recordando esos tiempos en los que era tan feliz. Al bajar del tren, me di cuenta de lo diferente que me parecía todo a pesar de que estaba como siempre. Hasta el aire olía raro. “Será que soy intolerante a la superficialidad”, me decía, aunque quizá simplemente fuera que no me sentí como creí que lo haría.
A la Universidad se podía llegar andando, no se tardaba más de veinte minutos a pie. Paseando por las calles iba recordando pequeñas anécdotas de mi infancia y, sin querer, me vi plantada delante de la puerta de mi antigua casa. No me había desviado, me pillaba de paso, pero no del todo. Me puse a llorar. Todo era igual, el color de la fachada, los maceteros de gardenias de la entrada, el buzón… aunque tenía otros nombres.
—Disculpa ¿Te ocurre algo?—me dijo una mujer que apareció a mis espaldas. Debía tener unos cuarenta años y venía de comprar, puesto que había apoyado en el suelo un par de bolsas llenas de cosas.
—No, no.—dije, esbozando una media sonrisa.—Es que antes yo vivía aquí y he pasado de casualidad… No había vuelto a venir desde que me marché.
—Oh…—la mujer me miró con lastima y con cierta sorpresa. Posó la mirada en mi ropa y esbozó una mueca que no supo disimular. No vestía harapos, pero con el dinero que costaba su camiseta yo podía vestir un año. La ropa cara no era algo que echase de menos, precisamente, pero sí me sentía algo avergonzada de que ese fuera motivo de perturbación.—Lo lamento.
—No diga eso.—le pedí, intentando no sonar maleducada.—Que tenga un buen día.
Puse rumbo, de nuevo, a la Universidad y esta vez llegué sin hacer más paradas. Todo el campus era relativamente nuevo si lo comparamos con los que se veían en las fotografías que me enseñaba papá que parecían sacadas de un universo fantástico. Lo más cerca que estaba de aquella época era la facultad de historia, que era un antiguo monasterio románico que se conservó casi perfecto por algún motivo que todavía nadie podía explicar.
Había estado allí tantas veces… Había soñado con volver tantas veces… Había algo que siempre que me venía al pensamiento conseguía cortarme la respiración: pensar en cuántas cosas habían vivido aquellas paredes. Tantos secretos, intrigas, susurros, muertes, desastres, guerras… Tantas vidas personas distintas. El enorme desastre. Y, por algún extraño milagro, seguía ahí para mí. Había sobrevivido a guerras, bombas, desgaste ambiental, terremotos y terroristas y, aún así, eran pocos los que valoraban su existencia.
— ¿Lina? ¿Lina Dan?—inquirió una voz a mis espaldas. Casi en un segundo, reconocí perfectamente a la persona que me llamaba sin siquiera haberme dado la vuelta. Me giré rápidamente, como si de un paso de baile se tratara y mi larga melena castaña pareció echarse a volar hacia un lado.— ¡Vaya, sí que eres tú!
—Hola, Frank.—sonreí, de oreja a oreja.—Me alegro mucho de verte.
—No puedo creerme que estés aquí—me dio un fuerte abrazo y después se quedó mirándome fijamente.— ¿Te matriculas este año, por fin? ¡No sabes cuánto me alegro!
—No, no. Este año no ha podido ser.—dije, exhalando un suspiro.—Mi madre y yo hacemos todo lo que podemos pero no puedo dejar de trabajar hasta que Claire pueda relevarme… Ya sabes, es lo que tiene querer estudiar la carrera más cara de todas.
—Vaya…—dijo Frank con pesar. Sus enormes ojos castaños me observaban tan intensamente que casi me sentí ¿agobiada? Era casi como si pudiera ver bajo mis innumerables capas de ropa. Hacía tanto que no le veía…—Estoy seguro de que podrás entrar el año que viene. Puedo prestarte algunos libros de primero si quieres, sabes que yo los guardo todos y te vendrá bien mirarte algunas cosas, así cuando entres serás la más lista.
—Oh, Frank, me vendrían genial.—dije, ilusionada.—Aunque ya soy la más lista.
—No lo dudo—se rió.—Entonces haré que te los envíen a casa. ¿Sigues viviendo en Rutthford-creek?
Asentí, esperanzada.
—Deberías venir a verme algún día, mi madre se alegrará de saber de ti.—le dije, echando a andar con él hacia la facultad.—Además, dejando de lado los lujos de la Sociópolis, Ruttford-Creek es una provincia estupenda y muy rural. A ti siempre te ha gustado el campo.
—Estaría bien, sí.—repuso. Yo sabía que no era más que una respuesta por compromiso, que él nunca vendría a vernos, que ya no le ligaba nada a mi hogar. Unos años antes, habría matado por mí. Unos años antes yo tendría que haberme comportado como una persona adulta y no como una chiquilla, aunque, bueno, me comporté exactamente como lo que era en ese entonces.— ¿Entonces has venido de visita?
—No… quiero hablar con el decano, el señor Rogers era amigo de mi padre y me gustaría saber si hay algún programa de becas disponible…—dije, sacando de mi bolsillo un pañuelo. Estaba empezando a resfriarme.—Además, no he vuelto a venir aquí desde que vivía mi padre.
—El señor Rogers no llegará hasta dentro de una hora.—la voz de Frank sonó sincera y aterciopelada y casi parecía envolverme.—Iba a ir a la cafetería a desayunar, no tengo nada en el estómago y apostaría a que tú tampoco, nunca has sido muy fan de embutirte comida a primera hora de la mañana. Debes haber madrugado muchísimo ¿Puedo invitarte a un café?
—Quisiera ir a ver el salón de actos.—pedí.—Aunque primero puedes invitarme a ese café.
Frank sonrió de oreja a oreja y echó a andar a paso ligero conmigo detrás. Cuando le conocí, él tenía dieciocho años y yo unos pocos menos; tres menos, de hecho. Era alumno de papá desde su primer año de historia y cuando acabó la carrera empezó a trabajar como investigador para el departamento de historia. Esperaba ansiosa las tardes de cada jueves, que papá lo invitaba a cenar porqué se quedaban hasta tarde trabajando. Supongo que era evidente para todos que sentía algo por él y por eso, en cierta manera, mi padre se esforzaba en tener siempre alguna tarea pendiente en la que yo pudiera participar. Frank era un buen hombre, al menos, a mis ojos.
Ya en la cafetería, el aire que se respiraba olía a canela y a invierno. La espuma de mi capuchino tenía una nubecita de nata por encima y un poquito de cacao que tenía una pinta estupenda.
—Gracias por el café.—dije, cuando me lo puso delante.—Me encanta el capuchino.
— ¿Era tu favorito, no?—se rió.—Todavía me acuerdo de algunas cosas.
—Ya veo.
—Oye…—dijo Frank al cabo de un rato.—Sobre lo que pasó… yo…
—Frank.—corté.—No tienes que disculparte. No me comporté como debía y tu reacción era más que predecible.
Él abrió mucho los ojos y pareció sorprenderse.
— ¿Te echas las culpas? Acababas de perder a tu padre ¡Por dios!—exclamó.—Estábamos empezando algo y yo… yo te dejé tirada porqué no estuve a la altura.
—En cualquier caso—dije dando un sorbo a mi café.—Eso ahora ya no importa.
Quizá mi tono de voz sonó algo más duro de lo que me habría gustado y quizá por esa clase de cortes fue por lo que Frank me dejó, pero es que no quería reavivar llamas que no tardarían en ahogarse de nuevo.
—Supongo que tienes razón.—musitó, antes de darle un último sorbo al café.— ¿Nos vamos ya?
—Sí, claro.—dije yo.—Tampoco puedo retrasarme mucho más si quiero volver a tiempo para mi turno.
Recogí mis cosas, me limpié la boca con la servilleta y salí disparada detrás de Frank que ya se había puesto en marcha hacia el salón de actos.
—Y, dime—dije, para romper la evidente tensión que yo misma había creado entre nosotros.— ¿Por qué el señor Rogers no está en su despacho a primera hora? ¿No está obligado por ley?
—Oh, es que sí está en su despacho, créeme…—su tono se ensombreció.—Lo que pasa es que no atiende a nadie. Tiene visitas matutinas.
Por el énfasis especial que puso en la palabra “visitas” y la mueca de asco que esbozó, entendí perfectamente a qué se refería.
— ¡Dios mío, no! ¿De verdad? ¿Prostitutas tan temprano y en la universidad?—me escandalicé.— ¡No me lo puedo creer…!
—Baja la voz, no quiero que se entere toda la ciudad, maldita sea…—dijo, tirando de mi brazo.
—Me haces daño, Frank.—sentencié, de mala leche.—Si no me sueltas el brazo te partiré el tuyo.
—Mira… ¿Sabes qué?—me soltó el brazo y se alejó un poco.—Que el salón de actos es ese edificio de allí enfrente. Me alegro de verte, pero tengo cosas que hacer y debo irme. Hasta pronto.
Se marchó, sí, pero esta vez no podía decirse que fuera culpa mía. No tenía ni idea de que tuviera un pronto tan siniestro y dominante. Supongo que a todos se nos agria el carácter con el tiempo y tampoco es que le diera muchas vueltas a lo que pasó con Frank. Mis pensamientos estaban puestos en el reprochable comportamiento del señor Rogers. Si mi padre levantara la cabeza…
Me quedé mirando la puerta del salón de actos, sin ser capaz de entrar. Allí era donde había ocurrido todo. En ese lugar era donde todo se vino abajo: el techo y mi vida. Cambié mi ruta y fui derecha al despacho del decano. Por la cara que puso la secretaria cuando me vio entrar tan decidida, confirmé que estaba al corriente de las cosas que hacía su jefe. No llamé a la puerta, estaba cabreada. Para mi era un mito que se había venido abajo. Cuando entré, las luces estaban apagadas y no vi la cara de él ni la de ella, pero sí vi algo que me resultaba familiar y era inconfundible. Sin que les diera tiempo a reaccionar ni a reconocerme, volví a cerrar la puerta y salí corriendo sin una dirección concreta. Ya sabía por qué me miraba así la secretaria. No era miedo, era compadecimiento, pena. Volviendo al hall del edificio, me encontré de nuevo con Frank, que estaba con unos compañeros.
Estallé.
Me acerqué corriendo a él y le di un empujón.
— ¡Tú lo sabías, maldita sea! ¡Lo sabías y no me has dicho nada!—grité. Él me miraba sin comprender ni una sola palabra y el resto de su grupo desapareció de nuestro alrededor como cuando se dispersa una bandada de palomas al pasar por al lado. Empecé a pegarle en el pecho —que me resultó atractivamente fuerte, he de confesar—y, después, rompí a llorar.
Me sujetó por detrás, como si quisiera darme un abrazo, pero no lo era. Se me estaban durmiendo los brazos y no podía moverme.
—Cálmate, por el amor de dios.—me susurró al oído en tono de súplica.—Te juro que no sé de qué me hablas.
El corazón me iba a mil. La cabeza me iba a explotar. Quería gritar. Llorar. Patalear. Morirme.
—He ido a ver al señor Rogers.—dije, resignándome a zafarme de sus brazos.—Y tenías razón, estaba con alguien.
— ¿Te ha insultado? ¿Te ha hecho algo ese carcamal? Hablaré con él, no debe hacer esas cosas en el campus, él…
—De verdad no lo sabes.—musité. No, no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? Pensándolo en frío, lo más probable era que no lo supiera nadie.
— ¿El qué?
—Que es mi madre quien visita al señor Rogers.—le dije al oído.
Frank se quedó sin habla y sentí como aflojaba la fuerza de sus brazos hasta convertirse en un tierno y sutil abrazo. Ninguno de los dos decía nada. No había nada que decir que no empeorase más las cosas.
— ¿Cómo puedes estar segura…? ¿Tu madre? La señora Dan no… no, eso es imposible.
—No le vi la cara, estaba todo a oscuras.—admití.—Pero sí vi algo que no me ha dejado lugar a dudas.
— ¿El qué?
—El abrigo de mi madre.—musité.
—Tu madre puede llevar el mismo abrigo que cientos de otras mujeres en todo el país, Lina.—dijo Frank en tono tranquilizador.
Negué con la cabeza.
—Es que encima del abrigo había algo bien dispuesto.—continué.—Tan bien colocado como si hubieran querido dejármelo ahí a propósito. La alianza de mi padre. Como adaptarla al dedo de mi madre consistía, básicamente, en volverla a hacer… cuando murió, cogió una larga cadena de plata y se lo colgó del cuello. No se lo quita nunca. Y sé que era ese anillo porqué es una pieza única.
—Me has dicho que no había luz.—repuso Frank.— ¿Cómo puedes haber visto tanto en tan poco tiempo?
—Al abrir la puerta entraba un haz suficiente como para ver la butaca del despacho. Ellos no me han visto porqué estaban más retirados. El despacho es francamente grande y… yo que sé. Todo cuadra. Por eso mi madre estaba ayer tan abatida.
— ¿Tenéis problemas de dinero?
— ¡No!—exclamé.—Bueno, al menos no para eso. No entiendo nada.
—Oye, Lina, me sabe fatal, pero ahora sí tengo que entrar al despacho. Por favor, no hagas nada de lo que puedas arrepentirte.—me dijo, cogiéndome la cara con las manos.—Te enviaré esos libros ¿de acuerdo? Cuida de tus hermanas y no juzgues a tu madre hasta que sepas la historia completa. Yo me informaré sobre las becas, no hace falta que veas al ese malnacido nunca más.
Asentí y me limpié las lágrimas con la manga de la camisa. Agradecí su preocupación y que quisiera ayudarme. En aquel momento, quería hacer tantas cosas que mi cerebro se colapsó y lo único que podía salvarme de hacer una estupidez era el trabajo y si no me daba prisa, no llegaría a mi turno.
Cuando cogí el tren, saqué de mi mochila un libro del que no pasé de la tercera página. Ya iba a desesperarme cuando, por los altavoces, se emitió un comunicado especial:
“Ciudadanos de Minerva, para vuestro regocijo el gobierno hace saber que hoy, doce de diciembre del 455 de la Segunda Era de los Hombres, se hará pública la noticia del mayor acontecimiento de nuestra historia”.
Para colmo, esto. Menudo día.
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